Tristeza... ¿Qué eres para mí?
¿Porqué apareces como si estuvieses invitada?
Sabes bien que no me gustas, que me cansas, que me frustras.
Pero, aun así, te acercas... te plantas ante mí con gran orgullo
y me abrazas... me embriagas... me enredas en tus dedos de llanto
en tus brazos de angustia... en ese corazón de hielo colmado de
desencanto.
Y los ojos se me llenan de agua, los labios me tiemblan,
las manos se me hielan y el pecho se me agita.
En mi mente no hay otra cosa que pensamientos vanos;
aves de rapiña que se ciernen sobre los buenos recuerdos,
sobre aquello que en algún momento me hizo feliz.
Y los devoran, los degustan, tornandolos a encuentros
desagradables y agridulces que lo único que provocan
en mí es desilución.
Y las lágrimas siguen... siguen... resbalan... hasta llegar
a mis labios, a la punta de mi lengua... esa que me hace tragar
saliva con dolor.
Y gimo, me quejo... murmuro para mí... grito... me desgarro el alma
a través de mi boca...
Tristeza, así te llaman... y dueles... y tercamente te aludimos deseando
ser tocados por ti, porque parece ser que no podemos estar sin ti...
somos esclavos de tu sabor, de tu olor, de tu esencia... de lo gris que
transformas nuestro mundo al roce de tu sabor.
Ironía, ¡te burlas de mi vida! Te mofas de mis sueños, de mis desvarios.
Me haces creer que en la felicidad escribo, cuando es en la tristeza donde
muestro mi pasión.
Y las letras fluyen... danzan... se encuentran... relucen... y forman
frases entrecortadas de momentos imaginarios... de deseos sin gloria...
de lobregas inquietudes...
Todo estoy soy... o eso es lo que me haces creer, tristeza.
Claudia V. Ramírez
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