"¿Qué tienes, muñeca?" -pregunté al verla decaída
y muy triste. Su perfecta carita reflejaba cansancio
y enfermedad, como si algo la aturdiera, mas lo
único que deseaba era un abrazo mío: "con eso
estaré mejor", decía con una apenas perceptible
vocesita que no dejaba de ser celestialmente
hermosa. Sus enormes ojitos aguazul me miraban,
enamorados, fijos en mí, aunque también entintados
de sutiles lágrimas.
La abracé... con todas mis fuerzas -cuidando el
no lastimarla-, toqué su corazón con el calor de
mi pecho y traté de apaciguarlo. No la quería
dejar ir, era tan frágil. No la quería dejar ir,
era mi sueño, era mi alma, era todo lo que anhelaba.
¡La amaba tanto! ¡Con tan celoso amor! Que no me
permitía abandonarla, dejarla al cuidado de alguien
más, porque sólo yo podía cuidarla de manera tan
sutil.
Me percibía como su príncipe; y cuando la vi de esa
manera la tomé en mis brazos y le pedí que ya no
llorara más.
-Tengo hambre, me puedes dar algo para comer,
por favor...
-¿Qué te gustaría, muñequita? -sonreí enamorado al
verla.
-Pizza...
-¿Pizza? -mis labios dibujaron una sonrisa más
profunda al escuchar esa palabra en sus labios-,
¿de dónde sacaremos una pizza a estas horas, en
este lugar?
Yacíamos en un lugar hermoso, mi preferido.
Un amplio y abierto jardín, con árboles a lo lejos y
pasto que de repente contrastaba con los rayos del
sol haciendole verse radiante. Esparcidos alrededor,
y unidos en varios grupos se vizualizaban niños
jugando, algunos más sólo platicaban sentados sobre
el cesped comiendo su lunch.
Mi muñeca y yo rodeamos el lugar con nuestra
mirada y de repente, alzó su pálida manita señalando
hacia el frente, donde unos despreocupados niños
comían pizza.
Agaché el rostro para verla y volví a regalarle
mi sonrisa, aquella que sabía que la haría sentir
mejor. -Espérame aquí, te recostaré sobre el
jardín, descansa, no te levantes. Caminé de prisa
hacia aquellos chiquillos y al encontrarme de frente
con ellos les pedí de favor me obsequiaran un
pedacito de aquel alimento, es así que me lo
otorgaron, sin más.
Pero para cuando volví con ella... ya no estaba ahí...
Sólo su cuerpo, inerte, pequeño... de muñeca...
Sus ojos abiertos, sus irreales cabellos rubios,
su piel de plástico caliente -por el sol-, su
cuerpo rígido... y su sonrisa dibujada... sólo
eso... una sonrisa entintada en un tenue café. Y
nuevamente volví a sentirme desolado, seco, sin
ánimo de nada pues mi muñequita me había vuelto a
abandonar. Y todo ello estaba fuera de mis
manos, cuyas sostenían trémulas aquel pedacito
de pizza con la que pensaba alimentar su frágil
cuerpecito. Lloré como niño frente a ella y al
rededor la gente me miraba con compasión, pensando,
lo más probable que había perdido la cordura...
que era un hombre loco que se había escapado
de su hogar con una muñeca -la de su hermana o la de su hija.
Y mi llanto resonaba a los cuatro vientos...
Abandoné el pedazo de alimento y tomé en mis
manos a mi gran amor. Ya no pesaba nada.
Caminé y caminé, esperando volver a escuchar su
voz. Nada. Llegué por fin al lugar donde la
atesoro sin temor a que me sea arrebatada -una
pequeña cajita de cristal en forma rectángular-,
y ahí la recosté con mucho cuidado. Me recliné
un poco y le besé los labios. Mis largos cabellos
lacios le cubrieron todo el cuerpo. Luego,
trémulamente la toqué...
-Janeth... mi muñeca... aquí estaré esperándote,
siempre.
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