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Mientras el amor sea eterno II...

     Los grandes y frondosos árboles se llenan, cada vez más, de copos de nieve, así como las bellas flores y demás flora que vive en el amplio jardín de la residencia Cisneros, la cual yace completamente cerrada; la gran puerta de madera y los amplios ventanales que la resguardan sólo muestran silencio y soledad. Sin embargo, detrás de uno ellos se pueden apreciar las cortinas recogidas, así como la presencia de una delgada mujer. Ella es una jovencita de diecisiete años, algo tímida y retraída, ya que todo su mundo está dentro de esa casa y del colegio en el que estudia; esa es su diaria rutina. Vianney mira caer la gélida nieve a través del cristal de la ventana de su habitación; suspira hondamente, entretanto se pierde en la brillantez que ella le muestra; se encuentra triste como lo está el clima.
—Dios, ¿porqué mi vida será tan aburrida?—piensa, mientras deja de mirar hacia la ventana y camina a su cama para recostarse en ella. De pronto, alguien llama a su puerta con insistencia, colmándola así de ligero sobresalto. Taciturna, se pone de pie para abrirle la puerta a quien la busca. Detrás de ésta, yace su simpática hermana mayor, una joven alta y esbelta, y quien por nombre lleva el de Chanel; ella sonríe, entretanto se adentra a la habitación.
—Vianney, ¿ya estás lista?
—No... Hoy no tengo ganas de ir.—agacha la mirada con apatía.
—¿Y eso?—la mira con intriga.
—No lo sé... Será que ya me aburrí de tanto ir.—encoje los hombros.
—Pues, aunque no queramos ir, tenemos que hacerlo.—con gran resignación.
—Bueno, está bien...—piensa un poco.—Voy a cambiarme.
—Te esperamos en la sala ¡eh!
    Vianney asiente, mientras sonríe con un toque de melancolía. Chanel sale de la habitación, dejando así en soledad a su hermana pequeña, quien comienza a cambiarse de ropa muy lentamente.
    Al paso de varios minutos, Vianney sale de su habitación, vestida completamente de blanco; lleva una larga falda que la cubre hasta los tobillos, una blusa, un velo y una acolchonada gabardina para cubrirse del frío. En las manos carga un bello rosario de oro, al cual aprieta deseando querer deshacerlo en ellas. Camina por el amplio y largo pasillo que lleva a las escaleras de madera alfombradas. Baja con lentitud, escalón por escalón, hasta llegar a la sala en donde se encuentran esperándola su hermana y su madre, quien es una mujer entregada a la religión; estricta y exigente, a pesar de que la mayoría de las veces se deja llevar por el egoísmo y la soberbía con la creencia de que hace lo correcto. Su nombre es Janeth y espera con gran apuro y molestia a su hija, quien ha bajado tarde ya para la misa de ocho.
—Ya estoy lista.—dice Vianney sonriendo.
—¡Vaya hasta que se te ocurrió bajar! ¡¿Qué tanto hacías?!—molesta, Janeth le recrimina.
—Estaba cambiándome para el Rosario.—contesta un poco asustada.
—¡¿Qué no sabes a qué hora nos debemos de ir de aquí?!
—Si mamá...—toma aire con un poco de nerviosismo.—Lo que pasa es que... No me había percatado de la hora que era... Lo siento.—agacha el rostro con arrepentimiento.
—¡¿Acaso no tienes reloj en tu habitación?! ¡Ya van varias veces que nos haces esto! ¡Siempre eres la última en bajar!
—Bueno, ya te dijo sus razones, mamá...—Chanel interviene con ligero temor.—Vamonos ya, se nos va a hacer más tarde.
—¡¿Y tú porque me contestas?!—mira a Chanel con gran molestia.—¡Estoy con tu hermana es este momento!—Altiva.—¡Ahora pide perdón!
—Lo siento... No volveré a inmiscuirme.—Chanel agacha el rostro.
—Asi está mejor...—sonríe ligeramente para luego volver la molesta mirada hacia Vianney.—A la próxima que vuelvas a bajar tarde, niña caprichosa, te daré una monda... Ya sabes cómo, ¿verdad?
—Si...—Vianney traga saliva con dificultad, mientras los ojos se le colman de humedad.
—Bueno... Vayamonos ya.
     Las tres mujeres salen de la residencia, dirigiendose al automovil que las espera. El chofer les abre las portezuelas para dejarlas entrar y así llevarlas a su destino.

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